17.4.14

Entrevista a Alberto Campo Baeza

Fuente: jot down
Fotografía: Guadalupe de la Vallina vía jot down


Os presentamos un breve abstracto de la entrevista a Alberto Campo Baeza publicada por jot down:

En el libro infantil Quiero ser arquitecto dices que el arquitecto es un creador, un pensador, un artista, un técnico, un constructor… pero también un médico, un cocinero y un poeta. ¿La arquitectura lo es todo?


Sí, la arquitectura es una labor creadora que implica que el arquitecto tiene que ser lo que los clásicos llamaban un generalista. Es alguien que es conveniente que sepa de todo. No sé si esto será válido para un cirujano, a lo mejor un cirujano necesita tener unos conocimientos muy específicos de medicina para operar muy bien y ser muy preciso. Un arquitecto necesita ser tan preciso como un cirujano. Cuando hablo de la precisión siempre cito a mi padre, que era cirujano y murió al año pasado con ciento cuatro años con la cabeza perfecta. Era un tipo maravilloso, y el año antes de morir le pregunté qué notas tuvo en su carrera de Medicina en Valladolid, y me dijo que tuvo diecinueve matrículas de honor. Le pregunté por qué nunca lo había contado, y me dijo: «Hijo mío, esas cosas no se cuentan». Mi hermana, al ordenar los papeles tras su muerte, se encuentra las dos últimas papeletas de su carrera y, en lugar de poner «Sobresaliente» o «Matrícula de honor» el catedrático había puesto «Admirable». Era un tipo fantástico, ya quisiera yo parecerme a mi padre. Pues esa precisión que la cirugía exige también es necesaria para un arquitecto con las medidas, proporción, escala… pero a la vez tiene que ser poeta, artista, músico. Ahora a mis alumnos les pregunto al principio de cada año cuántos tocan un instrumento musical. Afortunadamente levantan la mano veinte o veinticinco de los cien. El año pasado uno tocaba la trompa, y le dije: «Haydn» [risas]. 

Un arquitecto debe tener una formación muy completa. Cuando digo cocinero es porque en clase muchas veces pongo ejemplos de cocina —la gente piensa que cocino muy bien, pero lo hago fatal— porque la mezcla en proporciones, en temperatura… se parece a la arquitectura. Hablando de la luz hago una comparación con la sal: a veces hace falta muy poca sal, a veces un poco más; y tiene que ser muy medida. Pues con la luz, que es un material maravilloso con el que trabajamos los arquitectos, pasa lo mismo. De Juan Navarro Baldeweg aprendí la comparación con la música. Él hacía una comparación de una obra de arquitectura con un instrumento musical. Efectivamente, el espacio es atravesado por la luz y aquello funciona, yo diría que suena, y suena cuando la luz lo atraviesa. De igual manera, la música es aire, sin el aire no existiría la música: cuando las cuerdas vibran, cuando pasa el aire a través de la boquilla de la flauta, por los tubos de un órgano… pero es aire. Pues la arquitectura es luz. Luz al atravesar un espacio. En esta misma estancia en la que estamos, una estancia sencilla, no hay un ejercicio de luz sólida atravesando el espacio de una manera dramática, hay un espacio continuo en el que la luz entra de otra manera, pero es luz. 

No todo tiene que ser el drama del rayo rompiendo la oscuridad.

Quizá una iglesia lo pide más, aunque me encantaría tener una iglesia con espacio continuo, pero para un espacio sagrado quizá es más adecuado otro tipo de luz. 

Los arquitectos quizá no tenemos que saber de todo, pero al menos hemos de tener la sensibilidad para interesarnos por todo. Entonces, y citando tu poema de Blake, ¿cómo aguantamos «el mundo en un grano de arena» sobre los hombros? ¿Cómo soportamos esa responsabilidad?

Yo no creo que aguantemos una responsabilidad sobre los hombros, sino que recibimos un regalo. Suelo citar el poema de Blake porque tengo más libros de poesía que de arquitectura. En casa solo tengo libros de poesía y literatura. Y a estas alturas aún sigo descubriendo poetas. La última ha sido Wisława Szymborska, que dice cosas tan bonitas como «Qué tendrá la palabra futuro que, nada más pronunciar la primera sílaba, ya está en el pasado». Pues la poesía es eso: ¡pam! Y eso es necesario para cualquier arquitecto. Yo utilizo la comparación con la poesía en textos. Por ejemplo, en Principia Architectonica hablo de «la arquitectura como poesía» y la utilizo para hablar de la precisión. Cuando se hace un poema las palabras son pocas, son las necesarias y su colocación es la precisa. Si escribes poesía harás lo que hago yo, que cuando ya están maduras las paso a Word, las dejo unos días y luego hago eso que te permite el Word, que es una de las cosas más bonitas que te permite hacer un ordenador; la posibilidad de cambiar. Antes, cuando escribíamos a mano o a máquina, corregir era un lío. Recuerdo mi tesis, que los cambios los hacía con Tipp-ex. Ahora, para la poesía, puedes seguir afinando y afinando, como con los instrumentos musicales. Me gustaría que los arquitectos, igual que tenemos unas tablas muy precisas —aunque después no lo son tanto— para el cálculo de estructuras, tuviésemos unas iguales para trabajar con la luz natural. Unas tablas de la luz. 

Hay algo que puede parecer cruel decir ahora a los jóvenes, pero no es así, y es la cantidad de trabajo que podemos o debemos abarcar: un arquitecto que merezca la pena no puede construir mil edificios. Te cuento una anécdota: con ocasión de la inauguración del edificio de Zamora, que es el último grande que he terminado [se refiere al edificio del Consejo Consultivo de Castilla y León], me montan una comida los delegados con un compañero mío de curso, simpático, buena gente y buen arquitecto, y me dice que ha hecho dos mil obras. Cuando volví a Madrid ni siquiera fui a casa, pasé por el estudio, cogí una de mis monografías y conté cuántas obras tengo hechas. No proyectos, sino construidas. Son treinta y siete. Me dije: «Alberto, eres un desastre, solo treinta y siete obras no puede ser». Volví a casa un poco desanimado, pero antes de dormir siempre suelo leer un ratito, y ese día tenía una biografía de Shakespeare escrita por Bill Bryson, que es un gamberro. Y en una página, casualmente, dice que Shakespeare solo escribió treinta y siete obras de teatro. Dormí maravillosamente, claro. 

No se trata de construir poco o mucho, sino lo preciso. Un médico no puede ver a mil enfermos al día. Ni a cien. Pero puede ver a cinco. Y si puede ver a tres los verá mejor. Pues un arquitecto, lo mismo. Hace poco he dicho, con gran escándalo, que hoy en día el arquitecto que era un poco laxo se forraba, porque a un arquitecto le cuesta lo mismo firmar diez metros cuadrados que dos mil. Ahí también hay algo de sentido común. 

Cuando Save the Children dice que hay niños muy pobres que solo tienen un par de zapatos… pues oiga, cuando yo era pequeño, mi padre era cirujano y yo solo tenía un par de zapatos, y no pasamos necesidad y fuimos muy felices. Yo no tengo coche, pero es que dentro de unos años eso será lo lógico. Esta mañana he llegado a la escuela en metro, como siempre. Me bajo en Ciudad Universitaria y tengo que atravesar el paso elevado. Pues desde ese paso elevado se veía una masa de coches en ambas direcciones y dentro de cada coche solo había una persona. ¡Esos están locos! 

José Miguel de Prada Poole decía que vivimos en casas vacías, porque cuando no estás durmiendo el dormitorio está vacío, el salón está vacío el 90 % del tiempo. 

Yo vivo en un apartamento de veinte metros cuadrados. Evidentemente, cuando hay niños la cosa cambia, claro, pero realmente no necesitamos mucho más. 

Hablando de arquitectura, creo que hay que coger solo las obras que puedes controlar y volcarte en ellas con intensidad. El otro día recibí una carta de Perú donde me decían que hago una arquitectura muy intensa, muy capaz de ser analizada, que no hago una arquitectura superficial. Pues muchas gracias, es lo que intento porque así es como entiendo que tiene que ser la arquitectura; pero tanto la arquitectura de Bernini como la de Mies van der Rohe, por muy distintas que parezcan. Hay una intensidad que no es que te obligue, es que hace que solo construyas treinta y siete obras en lugar de dos mil.En el libro infantil Quiero ser arquitecto dices que el arquitecto es un creador, un pensador, un artista, un técnico, un constructor… pero también un médico, un cocinero y un poeta. ¿La arquitectura lo es todo? 

Como nos has contado, tu padre fue médico, y según has dicho alguna vez, fue tu madre quien te animó a ser arquitecto. ¿Se debía a su padre —tu abuelo— que también era arquitecto?

Mi abuelo era arquitecto, pero no le conocí. Y sí, fue una de sus hijas, mi madre, quien me inculcó que tenía que ser arquitecto. Porque parece ser que a mí se me daban bien los temas artísticos —por ejemplo, de pequeño le encargué a la costurera que venía a casa una vez por semana que me hiciera unos guiñoles vestidos de negro con pajarita y, poniéndolos ante un piano de juguete y con la ayuda de un tocadiscos, simulaba que tocaban La polonesa de Chopin—. Mi hermano, que era más listo y le interesaban los mecanismos y cómo funcionan las cosas, se hizo ingeniero. 

¿Consideras que fue algo paulatino o tuviste alguna revelación como Saulo de Tarso, de las de caerte del caballo?

No, es paulatino. Pero por ejemplo, este libro de Quiero ser arquitecto se lo he regalado a varios amigos que se lo han dado a sus niños que, inmediatamente después de leerlo, han querido ser arquitectos. Es un libro peligroso. 

El profundizar en la arquitectura ha ido viniendo paulatinamente, hay un proceso de maduración, incluso en los que fuimos tan afortunados como para tener en el primer año de carrera a Alejandro de la Sota. Apareció un señor pequeñito que nos fascinaba y de inmediato yo quedé convencido y convertido a la nueva religión arquitectónica. Además tuve buen feeling con él desde el primer momento. Tan es así que a final de curso puso un ejercicio que era un restaurante en la bahía de Santander, al borde del agua. Todos los alumnos, aun siendo Sota, hicieron cosas wrightianas, que si pendientes, que si voladizos sobre el agua, como en la Casa de la Cascada. Yo, que me había convencido aquel señor pequeñito y con bigotito, hice una caja de cristal con ruedas que daba vueltas debajo del agua. Me puso a mí la mejor nota, aunque solo fuera para decir que yo le había entendido. Aquello fue muy significativo. Sota fue un regalo. 

Naces en Valladolid pero vives en Cádiz desde muy pequeño.

Nazco en la Academia de Caballería de Valladolid porque mi padre estaba allí destinado como cirujano militar. Mi madre era de Valladolid y mi padre de Nava del Rey, un pueblo muy bonito de Valladolid. Se conocen después de la guerra cuando mi padre era profesor adjunto de anatomía con don Ramón López Prieto, que a su vez era un discípulo de Pío del Río Hortega, que era el maestro de Ramón y Cajal. Pero a mi padre se le ocurre hacer las oposiciones a militar, las gana y se tiene que venir a Madrid a hacer el curso de adaptación en 1936. Con lo cual le coge la guerra en el bando republicano y cuando acaba la guerra le destierran, entre comillas, a Cádiz. Los hermanos siempre hemos dicho que qué suerte haber estado en Cádiz. Soy de Valladolid y me honro mucho de serlo, pero mi carácter es gaditano porque vivo allí desde que tengo dos años. ¿Por qué nunca sacas el acento andaluz? En el propio colegio los tres hermanos —mi otra hermana nació ya en Cádiz y tenía acento andaluz— éramos los que pronunciábamos bien castellano y nos pedían que leyéramos en clase. No me queda nada de acento, nunca me sale. ¿Nunca?

Nunca, cuando lo hago me sale impostado. 

Y vienes a Madrid.

Sí, a estudiar Arquitectura, con una trampa que hacen los marianistas. En Cádiz yo estudio en el colegio de los marianistas del Pilar. Y los marianistas, muy inteligentes, cogían a los mejores alumnos de provincias y regulaban su curso preuniversitario en El Pilar de Madrid, de manera que El Pilar tenía unas medias muy altas. A cambio te ofrecían hacer la carrera en Madrid. Si no hubiera querido hacer eso habría tenido que hacer la carrera en Sevilla que, con todos mis respetos, todo lo que me ha pasado de bueno tiene que ver con Madrid. 

Ahora vives en Madrid, tu principal actividad docente es en Madrid…

Pero hay un paréntesis. Con Sota seguía manteniendo una buena relación, y me dijo que no tenía que volver inmediatamente a la escuela, sino que tenía que ponerme a trabajar, dejar pasar cinco años y entonces volver. Le hice caso y volví a la escuela en 1976, pero me la encontré ya con todos los círculos cerrados. Y es que yo tengo un defecto que entiendo como cualidad, que es considerar que el mayor regalo que uno puede tener en esta vida es la libertad. 

No perteneces a ninguna cuerda.

Me han puesto todas las etiquetas, pero me da igual. Bueno, pues llego a la escuela y me encuentro con todos los círculos muy cerrados, así que no. Entrego mi solicitud, acreditando que yo había estado esos cinco años con Julio Cano Lasso —más gracias a su amabilidad que a mi valía—, y con un expediente muy bueno pero no me cogen. No obstante, por entonces, en octubre de 1976, había unas huelgas que habían provocado un tapón de dos mil fines de carrera que nadie quería tutelar, y pertenecían a la cátedra de Francisco Javier Sáenz de Oiza. Fíjate que en esas Navidades Miguel Fisac se encerró en la escuela con los alumnos. A raíz de eso, al rector no le queda más remedio que conceder cinco plazas de fin de carrera para desatascar, y le pertenecen a Oiza. Y él, con su absoluta honradez, se va a su despacho, donde tenía las solicitudes de profesor de proyectos de septiembre, las revisa y coge las cinco mejores. Así, a principios de enero me llamaron para decirme que estaba contratado en la Escuela de Arquitectura. Estoy dos años con Oiza como profesor de fin de carrera; junto a Rafa Pina, Antonio Miranda… a los cinco que entramos nos llamaban «los five». A los dos años el tapón se desatascó, con lo cual teníamos que pasar a cualquiera de las cátedras. Los círculos vuelven a estar cerrados y a mí el que me acoge es Antonio Vázquez de Castro. Estuve uno o dos años dando vueltas con Antonio, que se portó muy bien. Para entonces yo ya había empezado la tesis, que quería que me la dirigiera Julio Cano que, muy cariñoso y listo, me dice que no, que me la tiene que dirigir Javier Carvajal. Con él no había tenido demasiado trato, pero cuando termino la tesis paso a ser profesor con él. Después sigo trabajando, dando clase y haciendo otras cosas para la Escuela. Por ejemplo, en el 79-80 montamos con Carvajal, y junto a Ignacio Vicens, las visitas de Richard Meier, Peter Eisenman, Álvaro Siza, Tadao Ando… Y luego ya en 1986 salen las oposiciones y saco la cátedra. 

De alguna manera siempre has reivindicado la escuela de Madrid pero, sin embargo, sobre todo desde fuera del mundo de la arquitectura, después de la Casa Gaspar y la Casa Guerrero se dice con frecuencia que tu arquitectura es muy andaluza.

Quizá son muy andaluzas, pero también porque están hechas en Andalucía, están ambas en Cádiz. Después hago la Casa de Blas, que no es nada andaluza y está en Madrid. 

Fíjate que fuera del mundillo hay quien piensa, cuando ven la casa en fotografías pero no la conocen, que la Casa de Blas también está en Andalucía. 

Es una casa muy radical y fuerte, pero de andaluza no tiene nada. Eso no lo puedes poner en Cádiz. 

Para leer la entrevista completa, visitar la web jotdown, aquí

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